Wu Zetian

Wu Zetian
Emperatriz china; empezó de concubina y acabó de emperatriz. Casi como nuestra Leticia.

viernes, 11 de abril de 2014

De bellezones y belleza

Se han escrito páginas enteras sobre la imposición de la belleza en las mujeres. Y no me refiero a los cánones (es decir, a los modelos de belleza imposibles de alcanzar sin retoques de photoshop o/y cremas carísimas) sino a la simple imposición de la belleza como sine qua non de la vida diaria de las mujeres. Es igual que no llegues a la cumbre: lo importante es intentarlo.

Mientras te pongas cremas en la cara, te maquilles, te peines, te pongas perfume, utilices ropa que te hace parecer más guapa y estés a dieta y comas poco en el restaurante (dándole lo que te sobra al macho sentado al lado tuyo, que es un hombre de verdad y por ello debe comer como un animal. Que les sale barriga? Todas sabemos que después de Navidad toca dieta. Todas: no todos. Ellos pueden tener barriga) para gustarles a los varones ya está bien, ya eres aceptada socialmente, ya estás dentro de la norma, ya cumples aquello que se espera de ti. La voluntad de tener la talla 38 y no tanto la talla 38 es lo que le interesa al patriarcado. "El sometimiento a regímenes alimenticios es el sedante político más potente de la historia de las mujeres: una población silenciosamente trastornada es una población muy fácil de manejar" (Naomi Wolf)

Es, por decirlo de alguna manera, mostrar que te importa lo que digan las demás personas. Que buscas su aprobación. Y se hace no sólo a través del físico sino también con el comportamiento: las risas tontas, la sonrisa fácil, el rubor, el tono de voz suave y conciliador, la no oposición o contradicción directa... La ley del agrado, en definitiva, como lo expresa muy bien Amelia Valcárcel.

Se han escrito, sí, páginas enteras sobre este tema. Tenemos muy clara la teoría. Pero ¿qué pasa con la práctica?

Como persona feminista que quiere llevar a la realidad sus ideas con el fin y el objetivo de ser lo más coherente posible (dicen que el movimiento se demuestra andando) me dediqué a vestir de forma cómoda (aquello relacionado con la feminidad o el erotismo no suele ser precisamente cómodo), a no maquillarme y a no pasar frío en invierno por querer enseñar pierna o escote; Me dediqué a no pensar en cómo me vestiría, en si llevaba depiladas las cejas o tenía pelos en las piernas; Me dediqué a hacer lo que hago siempre como feminista: discutirme de forma directa ante cualquier manifestación de machismo por mínima que fuera (mujer...si es sólo un chiste) y estar siempre alerta; me dediqué, en fin, a presentarme al mundo sin sucumbir a los estrictos controles que se establecen sobre los cuerpos femeninos.

Y tuve una crisis. Me impresionó cómo cambió la manera en que se relacionaron conmigo las personas desconocidas (no mis amistades, que por algo son mis amistades). De repente, todo era diferente. Yo misma me sentía diferente: me sentía fea, sin atractivo alguno, insegura; bajó mi autoestima. Bueno, bajó: se derrumbó. No interesaba sexualmente, y eso se traducía en una especie de marginación involuntaria. Era una más. No brillaba. Era...invisible.

Entonces volví a maquillarme: taparme las ojeras y delinearme los ojos.  (tampoco se trata de pote. Nunca he utilizado pote. Me imagino los poros de la piel facial llenos de maquillaje y me da hasta asco) Me volví a peinar, dejando atrás aquella cola tan cómoda y agradable. Volví a prestar atención en cómo me vestía y recuperé algunas faldas y las medias. Y salí a la calle y la gente me volvió a tratar como antes y yo me sentí mal. Muy mal.

Me percibía a mi misma bajo un disfraz; me avergonzaba verme sucumbir ante la presión; me parecía indigno traicionar mi propia causa, aunque vestida de esa manera las personas me escucharan más y me dieran más credibilidad. Al fin y al cabo, cuando no me maquillaba y no me vestía de ninguna forma y no me feminizaba, la gente me consideraba entre lesbiana y extraña y creían normal que fuera feminista. Pero así, vestida mona, toda guapita, pues sí, ya les parecía como más digno de ser escuchado todo lo que yo decía.

Un día que iba yo por la calle con una falda corta y rosa, mis ojos todo grandes delineados, el pelo suelto pero sujetado con unos clips para un lado y una rosa en la cabeza me encontré a una conocida. En ese mismo momento sentí una profunda vergüenza: de cómo vestía y de mí misma. Y supe que no podía continuar así.

Una tiene que aprender a quererse. Tiene que aprender a verse con otros ojos. Cuando me miro en el espejo y empiezo a pensar si me sobra la chicha de aquí y me falta la chicha de allá me recuerdo a mi misma de quiénes son los ojos con los que me estoy mirando. Intento combinar comodidad con elegancia, aunque no he descubierto aún ninguna fórmula mágica y a veces prevalece una y a veces prevalece la otra. E intento sobrellevarlo con dignidad, sin juzgarme en ninguno de los dos casos. Lastimosamente, este tema no puede dejar de importarme, serme indiferente: irme a correr con mis cómodos pantalones cortos y pelos en las piernas no me hace sentir igual que ir a correr bien depilada y sin asomo de pelo alguno (y lo que es más triste: no por mí, sino por el/la otra. Por su mirada).

Y a veces tengo ganas de luchar y reivindicar y a veces tengo ganas de pasar desapercibida. Soslayo como puedo las contradicciones: sé que debería no importarme lo que las otras personas piensan. Sé que no debería depender (ni un poquito) mi autoestima de ello. Sé que no debería querer que me miraran por mi físico y me debería molestar que me trataran de forma especial (mucho más atenta) porqué aquél día he salido con minifalda de casa. Sé que debería luchar todos y cada uno de los días de mi vida para que el mundo fuera como yo lo pienso mejor dando ejemplo. Pero soy humana. Y soy feminista.

Y me siento culpable por ser humana porqué soy feminista; y me siento mal como feminista porqué nuestra sociedad humana es machista y patriarcal.